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Foto del escritorANNE FRANK PRENSA

Latinoamérica desprotegió a las mujeres durante la pandemia

El confinamiento obligado dejó más vulnerables aún a las mujeres de América Latina. Esta investigación de Centinela COVID-19 en Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México y Nicaragua muestra los diversos rostros de la tragedia silenciosa y de las fallas en los endebles sistemas de protección oficial.

Alejandra estuvo dos horas y media en el asiento trasero de un patrullero junto a su agresor. Los dos habían sido detenidos, luego de una pelea en el balcón de su casa, en un pueblo de Pichincha, a dos horas de Quito.


Cuando llegaron los policías comunitarios —que, en Ecuador, son los encargados de “construir una cultura de convivencia pacífica y de seguridad ciudadana”— preguntaron qué había pasado. Francisco* —su esposo y también agresor— les dijo que ella estaba loca, que él solo quería irse en paz y ella no lo dejaba. Alejandra lo interrumpió y dijo que él había sido violento con ella, que no era la primera vez, que por favor hicieran algo.


“No me diga cómo hacer mi trabajo”, dice Alejandra que le respondió uno de los policías.

Entre gritos e interrupciones, ella les contó que tenía una boleta de auxilio, que no era la primera vez que él la golpeaba. Pero en ese momento, por los nervios o un descuido, solo tenía la copia del documento que certifica que a ella le ampara una medida administrativa inmediata de protección. Ese papel, dijeron los agentes, no era suficiente. Entonces, se los llevaron detenidos a los dos. Eran las cinco de la tarde de un día de marzo de 2020, pocos días después de que Ecuador y otros países de la región comenzaron sus restricciones estrictas de movilidad para frenar los contagios del covid-19 que ya dejaba 5 mil muertos en el mundo.


En este pueblo no hay oficina de la Fiscalía ni unidades judiciales, solo una Unidad de Policía Comunitaria (UPC). Los policías llevaron a Alejandra y Francisco hasta Santo Domingo, una ciudad a dos horas, para los exámenes de peritaje.

–Dónde es que tiene los golpes.

– Enséñeme las heridas.

– Levante los brazos.

– Mire para acá, mire para allá.

– Ya, no tiene nada, hasta luego.


Recuenta Alejandra que, como siempre de manera tan mecánica, la examinaron. “Te hacen llenar unas hojas, escribes, casi no hablas. Ellos conversan por otro lado con otra gente”.

Alejandra dice “como siempre” porque no era la primera vez que un médico legal la examinaba. En 2017, cuando tenía poco más de un año con su pareja, él le fracturó la nariz. Esa vez estaba en Quito y fue a la Fiscalía para denunciar. De la Fiscalía la mandaron a un hospital para que la examinaran. Como la fractura no le causó lesiones o incapacidad de más de tres días, la agresión no fue clasificada como un delito sino como contravención.

Francisco estuvo preso por 15 días y ella logró su boleta de auxilio. “De verdad es horrible pero si no tienes una herida profunda o no está roto algún hueso, no le prestan atención”, dice Alejandra, y continúa contando cómo fue el segundo proceso, en marzo de este año.

Después de los exámenes en Santo Domingo, regresaron al pueblo. “Los policías no sabían qué hacer, no sabían cómo proceder porque todo estaba cerrado por la cuarentena”.


La pelea, el viaje a la otra ciudad y el peritaje ocurrieron la tercera semana de marzo, unos días después de que el gobierno declarara el estado de excepción por la pandemia. El toque de queda empezaba a las nueve de la noche y se extendía hasta las cinco de la mañana. Cuando el presidente Lenín Moreno declaró la emergencia, obligó que cerraran los servicios públicos “a excepción de los de salud, seguridad, servicios de riesgos y aquellos que —por emergencia— los ministerios decidan tener abiertos”. Aunque la secretaria de Derechos Humanos, Cecilia Chacón, dice que nunca dejaron de atender casos de violencia de género, activistas como Geraldine Guerra —que mantiene una red con mujeres de las 24 provincias del país— aseguran que la atención fue a medias. Los registros de la Fiscalía parecen corroborarlo: entre el 17 de marzo y 18 de mayo de 2020, las denuncias por violencia física cayeron en un 47 % y las de violencia psicológica en un 65 % frente al año anterior.


Esa noche de marzo, los policías, sin saber qué hacer, pusieron a Alejandra y Francisco a dormir en la UPC, en cuartos separados. En la mañana, los llevaron a otra ciudad a dos horas para que ella pudiera poner formalmente la denuncia. Si no hubiera habido confinamiento obligatorio, Alejandra debía haberla puesto la tarde anterior. Pero tuvo que pasar la noche detenida, y hacerlo al día siguiente.

Esa misma mañana fue la audiencia en una unidad judicial que sí estaba abierta en otra ciudad cercana. La jueza le dio 15 días de cárcel a Francisco. La boleta de Alejandra de hacía tres años seguía vigente pero como no le había servido, se la reemplazaron por otra medida: una orden de restricción del agresor. Hoy ella vive con el pánico de que su agresor vuelva a buscarla.

Martha de Nicaragua, Ximena de Colombia, Octavia de Guatemala y Olivia de Brasil, cuyos nombres completos reservamos por el riesgo que corren, viven con el mismo terror. Sus Estados no han hecho lo suficiente para protegerlas de agresores a quienes han denunciado ante las autoridades policiales o judiciales, en algunos casos más de una vez.

Ellos saben dónde viven y las han vuelto a buscar en plena pandemia.


***


Ser mujer víctima de una agresión y poder obtener protección del Estado ha sido siempre difícil en América Latina, pero la pandemia y los extendidos períodos de confinamiento -locales o nacionales- que muchos países decretaron para hacerle frente al coronavirus agravaron aún más la situación.


Estudios y reportes regionales e internacionales sugieren que la violencia contra mujeres creció en el encierro. Los pedidos de auxilio continuaron, a pesar de que miles de mujeres dejaron de llamar porque no tienen saldo en sus teléfonos o conviven con sus agresores. Pero, más allá de esas cifras frías, la pandemia ha revelado la ineficacia de las autoridades y la deficiencia de sus rutas de atención y de la administración de justicia para proteger a mujeres de toda la región, como Alejandra en Ecuador, pero también como Octavia en Guatemala, Ximena en Colombia, Martha en Nicaragua y Olivia en Brasil.

No es lo único que cambió con la crisis de salud pública. También emergieron nuevas formas de violencia contra las mujeres, como las que ha sufrido Amanda en México, y las autoridades no estaban preparadas para responderles.

Ahora que la transmisión del covid-19 en la región bajó y muchos países pusieron fin a sus largas cuarentenas, no pareciera que los gobiernos hayan tomado nota de las debilidades de sus sistemas para proteger a las mujeres de la violencia.


***


Un Estado que no habla el mismo idioma que sus ciudadanas


A Octavia Matilde Chen la golpeó el alcalde auxiliar de Lagunita Chipaj con su vara de mando. Pero Juan Mateo Tiquiram Carrillo, el principal funcionario estatal en esta aldea en Uspantán, al noreste de Guatemala, no solo usó la vara de madera que le distingue como autoridad indígena, sino también sus manos, dejándole moretones en el cuerpo. Ese día, mientras recibía los golpes del iracundo alcalde, Octavia llevaba a su bebé de 4 meses anudado en la espalda.


Esto sucedió el 13 de abril, un mes después de que se ratificara el estado de calamidad por la pandemia en Guatemala. Entre las medidas aprobadas para garantizar el distanciamiento social se incluía el cese del transporte público, la aplicación de bonos de auxilio a los desempleados y exenciones en el pago de facturas de los servicios básicos.

Juan Tiquiram había citado en la escuela a los vecinos de Lagunita Chipaj para comunicarles las nuevas decisiones y también para aprovechar y aumentar su popularidad, inscribiéndoles en listados que no eran realmente necesarios para recibir alimentación u otros apoyos estatales. Según cuenta Octavia, a esta reunión llegaron cerca de 100 personas, algo que a ella le molestó puesto que sabía que las aglomeraciones eran riesgosas por el contagio y estaban prohibidas en el país. Esto la llevó a confrontar al alcalde auxiliar.


En ese momento Juan Tiquiram no dijo nada. Pero cuando Octavia se dirigía a su casa, la persiguió y, en un punto del camino, comenzó a golpearla, enojado porque esta mujer maya k’iche’ lo había desautorizado delante de todos los vecinos. La golpeó en las manos, en la espalda y en la parte baja de su estómago.


Octavia esperó al día siguiente para dirigirse al Ministerio Público de Uspantán, la comunidad a la que pertenece su aldea, a poner la denuncia. Como no había transporte público, caminó los 10 kilómetros, acompañada de su vecina Petrona Pinula, quien presenció la agresión. Llevó a la caminata a su bebé, quien había vivido la golpiza colgado en su espalda. Pero al llegar al Ministerio Público, estaba cerrado.


Se puso en contacto con Amada Aj Ajcot, de la organización MujeMaya por la Verdad y Justicia de Uspantán, un grupo de mujeres sobrevivientes de la violencia que trabajan ad honorem para ayudar a otras mujeres a salir de ese ciclo de violencia. Contactó al 1572, un número de la Policía Nacional Civil que anteriormente funcionaba solamente como número de pánico para que mujeres pudieran pedir auxilio al sufrir violencia simplemente por ser mujeres, y que, a raíz de la pandemia y las restricciones a la movilidad, se habilitó para que también puedan interponer las denuncias penales asociadas.


La línea -que hasta agosto había recibido 200 mil llamadas, según información de la Fundación Sobrevivientes- es gestionada por la Policía Nacional Civil en Coordinación con la Secretaría de la Mujer del Ministerio Público, ambas del orden nacional.

Quienes atienden el teléfono son mujeres agentes, sin una formación específica sobre cómo atender casos de violencia contra las mujeres. Además, ninguna de las agentes policiales habla en los idiomas mayas, en un país donde el 40 % de la población es maya, según el último censo de 2019 y en el que, hasta la actualidad, muchas de las mujeres son monolingües en alguna de las 22 ramificaciones de este idioma en el país.


Esto hizo que a Octavia, quien habla en maya k’iche’ y uspanteko, pero muy poco castellano, se le dificultara mucho dar la información del suceso a la agente que le atendió. “La agente de policía dijo que no era violencia de género, porque para ser violencia de género la tenía que haber golpeado su esposo. Dijo que era una amenaza”, explica Amanda, que ha hecho las veces de su traductora.


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