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Foto del escritorANNE FRANK PRENSA

Catarsis de los crímenes de mis padres: caso Amalia

Actualizado: 30 ago 2021



Carta de Mónica.

Como empleada doméstica de una familia de clase media-alta colombiana, Amelia fue víctima de diferentes abusos físicos, sexuales y mentales tan severos que dejaron heridas profundas. Pero estas heridas no sólo quedaron en ella, sino en otra niña- Mónica- quien terminó siendo una víctima colateral: una de las hijas de la pareja que esclavizaba y maltrataba a Amalia.


Mónica, en el año 2008, después de haber vivido fuera del país sin nunca olvidar todo lo que vivió en casa de sus padres cuando era pequeña, mientras presenciaba el maltrato que ellos le daban a aquella otra niña unos años mayor, la cual cuidaba de ella; regreso al país, y lo primero que hizo fue ir en busca de Amalia. Los abusos que Amalia sufrió, inspiraron a Mónica para escribir una carta a sus padres, en la cual describe los recuerdos dramáticos de este caso. Mónica busco a través de la carta reclamar a sus padres por lo que hicieron y reprochar las acciones que cometieron, ella envió copia de la carta a todos sus familiares, que de una u otra forma tenían responsabilidad en el abuso.

Eunice Beltrán de Sánchez

Vitaliano Sánchez Castañeda

Bogotá, D.C.

Asunto: Catarsis de los crímenes de mis padres


Mamá, papá:

Llega el día en que consideramos inaceptable continuar guardando silencio sobre aquel asunto que destrozó nuestras vidas.

Lo odioso de la manipulación es que anula la dignidad humana de sus víctimas; las reduce a marionetas; las encierra en el miedo, la vergüenza, la rabia. Sobre todo, en la culpa.

Las secuelas que deja el abuso pueden llegar a paralizarnos, pero el paso del tiempo nos va explicando las razones por las que nos sentíamos tan incómodos. El camino es largo; el proceso, doloroso. Hasta que un día, distinguimos víctimas de victimarios.


Despejadas las dudas, el absceso revienta, dejando escapar toda su pestilencia.

Según Doudou Thiam, Relator Especial de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU (1983 - 1995): "Un acto inhumano cometido contra una sola persona podría constituir de un crimen contra la Humanidad si se situara dentro de un sistema o se ejecuta según un plan, o si presenta un carácter repetitivo que no deja ninguna duda sobre las intenciones de su autor (...) un acto individual que se inscribiera dentro de un conjunto coherente y dentro de una serie de actos repetidos e inspirados por el mismo móvil: político , religioso, racial o cultural".

Me refiero a aquella niña que tú, papá, arrebataste a su madre y tú, mamá, esclavizaste miserablemente. Al parecer se llamaba Amalia.* Pero, prueba de que el proceso de sometimiento fue consciente y sistemático, lo primero que ustedes le robaron fue su identidad, razón por la cual nosotros la conocimos como Nohemí.

Nohemí, sin más. Ese nombre bíblico que en hebreo significa ‘dulzura’ y paradójicamente, corresponde a una mujer desplazada por el hambre.

Es entonces, para que nos sintamos concernidos, que me referiré a aquella niña con ese nombre: NOHEMÍ.

Nunca hemos sabido exactamente cómo fueron las cosas pero hoy, atando cabos, puedo suponer que sucedió, más o menos, de la misma forma que tantas y tantas veces, con otras niñas menores.

Fue aprovechando tu estadía, papá, como alcalde militar en esa región arrasada por la violencia –Anzoátegui, Tolima, en los años sesenta– y seguramente siguiendo instrucciones de tu parte, mamá, de encontrar una sirvienta para tu madre.

La ley dice:

"Artículo 188A. Trata de personas. El que capte, traslade, acoja o reciba a una persona, dentro del territorio nacional o hacia el exterior, con fines de explotación,...”

A mí, el cuento que me echaste, papá, fue que un tío de Nohemí ‘preocupado’ por el bienestar de su sobrina –que vivía con su madre en la promiscuidad a la que la miseria obliga– te sugirió que te llevaras a la niña porque podría verse afectada, ahora que ya andaba por sus cinco años, siendo testigo de los retozos amorosos de su madre con su compañero.

Cinco años. Y tú, papá, ni corto ni perezoso, encontraste que el producto era adecuado.


Entonces, te presentaste investido de tu autoridad, como un hombre de bien, generoso y comprensivo, ante esta humilde e ignorante mujer. Le propusiste que, por el bien de la niña, le ofrecías llevarla a Bogotá, para que ‘acompañara’ a una viejecita, quien le brindaría educación, bienestar y mejores oportunidades. La manipulaste ofreciéndole tantas y tantas cosas que esta pobre mujer jamás estaría en condiciones de soñar siquiera. Y ella, aceptó. La ley:

"El consentimiento dado por la víctima a cualquier forma de explotación definida en este artículo no constituirá causal de exoneración de la responsabilidad penal".

Después del expolio, la desplazaste a Bogotá y se la entregaste a mi abuela: fue allí dónde comenzó esta historia de horror.


Es que omitiste, papá, decirle a la mamá de Nohemí que la viejecita en cuestión –mi abuela– era en realidad una vieja bruja despiadada y cruel, que había condenado a la esquizofrenia a sus propios críos.

Esa mujer que pasó por la vida dejando una estela de demencias: drogadicción, alcoholismo, incesto, maniaco depresión, pederastia, zoofilia...


Era tan horrible que tú, pobre mamá, tuviste que inventarte, no sólo una santa madrecita, sino toda una historia de vida –empezando por la ‘cuna de oro’ y la ‘alcurnia’, lo que sea que eso quiera decir–.


La amnesia infantil, ese fenómeno que puede resultar un alivio, a Nohemí le fue negada: las atrocidades a las que ustedes la sometieron, quedaron registradas en su memoria, como surcos en el cerebro tallados con cincel.


Desde su llegada fue sometida a la más cruel servidumbre. A su corta edad era obligada a cocinar, lavar, planchar, limpiar. Se le exigía como si fuese una persona mayor y se le castigaba brutalmente. Era atrozmente maltratada físicamente por mi abuela, por Chucho y por Edgar. Al tiempo que era humillada, insultada permanentemente no sólo por sus torpezas, sino sobretodo, por la condición humilde de su origen y –aún peor– ¡por los supuestos pecados de su madre!

Había que doblegarla.

No le bastaba a la abuela usar a esta niña de sirvienta, sino que se permitía, además, ‘prestarla’.

Así, convirtieron a Nohemí en una esclavita colectiva, usada por todo aquel que en esa familia la requiriera: pasó sirviendo por la casa de Leonor, de Julio, de Ignacio. A Sanita y Chavita, también les sirvió. Hasta que cayó en tus garras, mamá. Y tú te la apropiaste.

Tu santa mamacita ya te había dado algunos cursos prácticos de cómo tratarla. Como aquella vez que la amarraron, literalmente suspendida de una viga por las muñecas, y la azotaron entre ambas con el cable de la brilladora... hasta que perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, estaba tirada en el piso, en un charco de sangre. ¡Qué orgía!


En mis recuerdos, ella estuvo ahí desde siempre. Nos decían que era nuestra ‘hermana adoptiva’. Y siempre tú, mamá, estabas furiosa con ella. No sé porqué te irritaba tanto y cualquier cosa producía en ti una reacción feroz: la reventabas con lo primero que tenías a mano –correa, cable, zapato, palo, elementos de cocina–. O a mano limpia, si no había más: la cacheteabas, la mechoneabas, la cascabas. A veces, podías mostrarte particularmente repugnante: en una ocasión, ¡le arrancaste TODO el cabello con un cepillo, dejando expuesto su cuero cabelludo ensangrentado!

Pero sobretodo, la insultabas. Insidiosa, cotidianamente. Con una violencia inaudita. Habías aprendido bien la lección de tu madre y todos conocemos la virulencia de tu lengua. Le repetías que su madre era una vagabunda y eso parecía ser no sólo su crimen, sino la razón de todas sus desgracias.


Nunca la enviaste al colegio, ni la llevaste al médico o al dentista. Si la hubieras llevado al oftalmólogo, tal vez no hubiere perdido ella su ojo definitivamente. Puede ser uno de tus golpes el origen de esta pérdida.

A esa niña, mamá, nunca nunca jamás le destinaste un gesto de cariño. A lo más que tuvo derecho fue a algún gesto de tolerancia resignada.


Hay dos momentos en mi memoria que, aún hoy, me conmueven hasta el llanto.

En una ocasión, Nohemí decidió –solita– organizar el cuarto de servicio. Lo cual resultaba en sí mismo un acto de heroísmo, ya que siempre ese cuarto sirvió de bodega en la que se apilaban, hasta el techo, toda clase de objetos útiles e inútiles: cajas, desechos, la muchacha, herramientas, mugre, telas, periódicos, en fin… Toda la mañana estuvo ella sacando, organizando, desechando, limpiando, cantando; con la alegría y el orgullo de quién sabe que está realizando una buena labor. Pero tú llegaste hambrienta de la calle y reclamaste tu almuerzo inmediatamente: Nohemí no había preparado el almuerzo.

Ella trató de mostrarte el resultado de su trabajo, que explicaría por sí mismo la falta, pero no tuvo tiempo. Entraste en una cólera santa, te quitaste el zapato, de esos “de puntilla” que usabas en la época –cuyo tacón terminaba literalmente en una puntilla– y con él, le martillaste la cabeza con tanta violencia que le abriste varias huecos.


El otro recuerdo corresponde a un paseo al Club Militar en el que ella nos demostraba que ya sabía leer, a pesar de que no iba al colegio. Por el camino nos iba leyendo las vallas publicitarias: tú la hiciste callar. Como tu animadversión hacia ella era permanente, pareció una irritación normal. Hasta que llegamos al apartamento. Entonces, tuvo derecho a una de tus muendas más violentas –¡la quemaste con una sartén que calentaste para la tarea!– mientras le decías que por estar en esas, perdiendo el tiempo, era que no hacía bien el oficio.


Fue la incomprensión la que grabó esta paliza en mi memoria: ¡la torturaste porque aprendió, sola, a LEER! ¿No era ese, acaso, el motivo más grande de satisfacción y de recompensa, en aquella casa en que se le rendía un verdadero culto a la educación? No entendía yo, en aquella época, que parte vital del proceso deliberado de sometimiento a la esclavitud era mantener a tu víctima en la ignorancia. Desde que lo entendí, tengo accesos de náusea cuando lo pienso: esta es la dimensión de tus verdaderas intenciones.

En mis recuerdos, ella nunca estaba furiosa, ni amargada.

Triste, sólo a ratos; cuando la incomprensión y el dolor la desgarraban.

Asustada, sí: el terror a tus reacciones era algo que portaba como una camisa.


Era una niña juguetona y llena de vida. Nos servía con gusto, nos trataba con cariño, nos protegía con furia, nos proponía juegos, nos leía cuentos –con su ojito apagado–. Jamás su resentimiento se volcó contra nosotros.


En aquella época, en que los viajes a la finca y las frecuentes depresiones te incapacitaban tan a menudo, ella asumía con esmero, desde la grandeza de sus ocho años, el manejo de la casa.


En una ocasión su madre vino –al Almirante Padilla– para cerciorarse de su bienestar, pero tú le impediste que la viera: 'es mejor', le dijiste. Y también le aseguraste, sin vergüenza, que la niña estaba muy bien, estudiando, tratada como una princesa, igual que todas nosotras, sus hermanas: 'mire dónde vive'. 'Míreme a mí, mírese usted'. 'Es por su bien'.


Se fue esa mujer ignorando que, en ese mismo momento, su niña estaba lavando ropa, arrodillada en el piso de la ducha, porque el desagüe del lavadero estaba tapado. Los permanentes trasteos que se daban en la Armada le hicieron perder el rastro de su hija a esa incómoda presencia. Tal vez nunca sabremos lo que fue de ella.


Le robaste su identidad, su niñez, su dignidad, su mamá

Pero no lograste echarla a perder. Es sabido que los seis primeros años de vida son los determinantes en la educación de cada persona. De ellos depende todo el resto de nuestra existencia emocional. Y esos seis años, cuando llegó a tus manos, Nohemí ya los traía dentro. En el fondo de su memoria previa quedaron registradas imágenes de una casa grande en la que jugaba con otros niños. Tal vez su infancia fue alegre, a pesar de la pobreza.


Su generosidad, su bondad, sus principios, su asombrosa energía, vienen de su madre. Eso no se lo pudiste quitar. Y a pesar de tus vejámenes y tus pronósticos de 'nacida para el fracaso', la vida –que puede ser tan cómica– ha demostrado que ella estaba, emocionalmente, mejor equipada que tú para la maternidad.


Y tú, papá, durante todo este tiempo guardabas un silencio cómplice a pesar del compromiso que habías adquirido. Evidentemente, no te importaba en absoluto el bienestar de la niña ni su educación ni –mucho menos– tu interés era protegerla de la 'mala' influencia de su madre.

Sino, ¿cómo se explica que hayas sido tú el primero en violarla?

Ni se te ocurra tratar de negarlo: Martha Lucía fue testigo presente. Nadie puede poner en duda su palabra, en cambio, todos conocemos el valor de la tuya...


Además Nohemí no fue la única muchachita por ti violada, ni Martha la única testigo.

Tampoco vale la excusa de la amnesia etílica, puesto que repetiste la afrenta: tuviste la audacia de regalarle un perfume para comprar su silencio. 'No le cuente a nadie lo que pasó, es nuestro secreto', le dijiste. Y te condenaste.


Hace un tiempo, vi en un reportaje a un profesional que llaman 'el abogado de los diablos' pues es quien defiende a los jefes paramilitares más sanguinarios de este país. Sin embargo, cuando le preguntan si es capaz de defender a cualquier criminal responde sin dudarlo 'No. A los abusadores de niños, no'. Siempre he estado de acuerdo con esta posición. Cualquiera que sea la razón de esa tara, no tiene justificación ni remedio.


Lo que ignoraba era que tenía que incluirte: la sociedad, papá, debería eliminar a las alimañas de tu especie. Pero la ley dice:

“... incurrirá en prisión de trece (13) a veintitrés (23) años y una multa de ochocientos (800) a mil quinientos (1.500) salarios mínimos legales mensuales vigentes".

Aunque ya está eligiendo esta sociedad penas más apropiadas.

Yo de veras me comí el cuento del hombre apabullado.


Me tomó cincuenta años conocer tu verdadera naturaleza, papá: estoy estupefacta.

La sofisticación de tus métodos de manipulación es escalofriante. No esperes alguna consideración particular porque estás viejo: para mí, estás en estado de descomposición avanzada.


Tú no tuviste ninguna consideración con aquellas niñas, verdaderamente vulnerables, que además estaban bajo tu autoridad y tu responsabilidad.

Es obsceno. Por lo visto, has sido un depredador de la peor calaña.


Fuiste el primero en violarla, papá, pero no fuiste el único. También la violaron tus hermanos, mamá: Julio y Edgar –quien violaba también a su perra–. Y cuando ella recurría a ti, contándote lo que le estaban haciendo, tú la acusabas de mentirosa y la obligabas a callar.

Hay gente que no debería tener derecho a reproducirse.


La ley:

"Para efectos de este artículo se entenderá por explotación el obtener provecho económico o cualquier otro beneficio para sí o para otra persona, mediante la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre, la explotación de la mendicidad ajena, el matrimonio servil, la extracción de órganos, el turismo sexual u otras formas de explotación".


…se salvó de la extracción de órganos. Aunque hoy creo que, si no se hubiera escapado a tiempo, hubiesen sido capaces ustedes de vender uno de sus riñones... para cobrarse el alimento que le dieron.

Empero, aunque este fue el caso más violento, no fue Nohemí su única víctima.

Toda nuestra vida, hemos sido testigos de lo mismo.


Desde siempre han logrado ustedes, impunemente, hacerse a esclavas –muchachas, las llaman– preferiblemente menores: que tú, mamá, explotabas y tú, papá, violabas. Sacadas de sus casas –abusando del prestigio que ustedes mismos se otorgaban–, con la misma vana promesa a sus madres de ofrecerles salario, educación y mejores oportunidades. Si bien es cierto que, con el paso del tiempo, aprendiste a no maltratarlas, mamá, y tú, por la fuerza de los años dejaste de violarlas, papá, el resultado neto para ellas siempre ha sido el mismo: nefasto.


[Hasta la última –Aurita– esa niña bella, buena e inteligente, con evidente potencial, que ya había avanzado incluso en su educación secundaria. Esta vez, la viejecita que requería compañía eras tú, mamá. Pero ella terminó, como las que la precedieron, trabajando doce horas diarias, sirviendo a todos los zánganos que te rodean, a cambio de eso que llamas, pomposamente, salario. Tuvo que irse hace un par de años, prematuramente embarazada, sin seguro médico, despojada, como todas. Ya no sabremos nunca qué hubiera sido de su vida si –por una vez– hubiesen cumplido ustedes la promesa de ofrecerle una oportunidad en el estudio.]


Quisiera poder ofrecerles el beneficio de la duda en cuanto a su reacción a la presente pero han desperdiciado ustedes todas las oportunidades de reconocer sus faltas y pedir perdón. Siquiera parcial. Al contrario, las dos veces que Nohemí les ha pedido una pequeña ayuda, se la han negado. En cambio -procaces- reivindican su educación y reclaman 'lo que le ofrecieron'.


Tal vez eres la persona más importante en su vida, mamá. La pregunta que ronda siempre su cabeza es ¿por qué?. ¿Por qué la odiabas tanto?. ¿Por qué le hicieron eso? En sus ruegos, siempre pedía que tu aprendieras a quererla. Aún después de su huida, cuando volvía cada tanto, esperaba encontrar, en el fondo de tu corazón de piedra, algún musguito de cariño, siquiera un asomo de aprobación, algún crédito a sus logros, alguna vez…


El cinismo te alcanzó incluso para sugerirle que, a su vez, ¡te cediera ella su propia niña!

para que te ‘acompañara’.

A cambio de educación, por supuesto.

Verdaderamente grotesco.

Sus hijos heredaron tu desprecio, pero ese es un rasgo de tu personalidad.

Es el mismo desprecio que muestras por tus propios nietos, porque desprecias a sus madres, las mujeres de tus niños.


La ley dice que la prescripción para estos crímenes aplica cuando la víctima llega a sus 38 años. Pero Colombia suscribió también la resolución 1325 de las Naciones Unidas y por estos días cursa en el Congreso una nueva ley que levanta esas prescripciones.


De todas maneras, no vamos a formalizarnos. Al fin y al cabo no respetaron ustedes ninguno de los párrafos de ley precedentes.

Cada ser humano sabe lo que está bien y lo que está mal.

Ustedes lo saben, lo sé: nos lo enseñaron.

Fue, justamente, esa contradicción entre el discurso y el ejemplo la que nos convirtió -a sus hijos- en estos adultos patéticos, pusilánimes y emocionalmente fracasados que llegamos a ser.


Me gustaría creer que la razón por la que no le han respondido a Nohemí su simple pregunta –¿POR QUÉ?– y no le han ofrecido la debida reparación, es que creen que no nos dimos cuenta o que ya lo hemos olvidado.

No se equivoquen: todos lo recordamos, estoy segura sin consultarlo.

Lo que ustedes le hicieron a Nohemí es criminal desde todo punto de vista.

Lo es, INCLUSO SI LA HUBIESEN TRATADO BIEN. Pero ustedes encontraron la forma de convertirlo en un crimen horrendo: es tiempo de encararlo.


Afortunadamente están aún en condiciones de dar respuesta a su pregunta, que encierra miles más. Ha llegado el momento de responderle a Nohemí tantas preguntas acerca de su origen, su madre, su familia, su verdadera historia que ustedes alteraron miserablemente. Y por supuesto, aunque ningún monto podrá reparar su vida fracturada, es tiempo también de pagarle una compensación económica ahora que ella, prematuramente envejecida, sufre diversos achaques, muchos de los cuales originaron ustedes.

Y tal vez decida ella recoger los vestigios de su vida verdadera.


Sobra decir que para ello, como para toda posible reclamación ulterior –personal o jurídica– cuenta ella con mi absoluto respaldo, ayuda y testimonio. Estoy dispuesta a hacer todo lo que sea necesario para que respondan ustedes a este requerimiento.


Ojalá aprovechen esta última oportunidad de mostrar un poco de humanidad y decencia ante su familia y ante ese Dios al que recurres ahora que te has vuelto rezandera, mamá. En vez de estarlo molestando, pidiéndole cada semana ‘el Baloto’, pídanle perdón por tanto crimen y ofrézcanle, aunque sea a la más vulnerada de sus víctimas, la debida verdad.


Espero, sin paciencia, respuesta a la presente para determinar de qué manera y en dónde daremos seguimiento a este proceso que ya inició y que no tendrá fin hasta obtener, para Nohemí, satisfacción.

Mónica Sánchez Beltrán

Bogotá, febrero 8 de 2011



Fuente: Mininterior

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